ME COGÍ UNA BAJA | LORENZO RAMÍREZ | ASESOR RRHH | ALUMNI PADE

Permítanme empezar con una brevísima referencia histórica: 

Los antecedentes oficiales del Seguro de Enfermedad en España se remontan a finales del siglo XIX, con la creación de la Comisión de Reformas Sociales. Tras numerosas reuniones, ponencias, conferencias y debates parlamentarios, es realmente con la Ley de 14 de diciembre de 1942, que implanta el Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE), cuando empieza a consolidarse la asistencia sanitaria pública de los trabajadores en caso de enfermedad y maternidad; y lo hace con el objetivo de cubrir a los trabajadores económicamente débiles, no sólo en lo que a asistencia sanitaria se refiere, sino también con una aportación económica para compensar, parcialmente al menos, la pérdida retributiva derivada de estas situaciones. 

A partir de ese momento, ha sufrido numerosas modificaciones, que han regulado, ampliado y mejorado notablemente su cobertura. 

El sistema sanitario español, y más específicamente, el desarrollo experimentado por el “Seguro obligatorio de enfermedad” -fruto del empuje, el esfuerzo y el acierto de muchas generaciones- es, sin duda, y con todas sus oportunidades de mejora, un beneficio social del que debemos estar orgullosos y que para sí quisieran otros países con mejor cartel que el nuestro. 

Lo curioso es que, probablemente, de entre todas sus carencias, la más hiriente y peligrosa no se centra en su normativa reguladora, ni en la amplitud de su cobertura, ni en la calidad de la asistencia, ni en la demora en la práctica de ciertos servicios, sino en el abuso que algunos (muchos) hacen del propio sistema. 

Entre ellos, y en primer lugar, nos encontramos con usuarios que viven en los servicios de salud. Son “adictos aburridos”, que no tienen mejor cosa que hacer que acudir una y otra vez a los centros de salud, como lugares de encuentro, reduciendo así el tiempo de atención a otros usuarios verdaderamente enfermos y generando gastos en pruebas y remedios innecesarios. 

Quizás, cabría incluir en este grupo a los “hipocondríacos”, pero bien es cierto que ellos sí que padecen una verdadera enfermedad que resulta necesario diagnosticar y tratar convenientemente. 

Junto a ambos perfiles, convive el amplio grupo de “desaprensivos” que, en el mejor de los casos, se auto-justifica usando expresiones como “…Es que necesito cogerme una baja”, “…Este año sólo me he cogido dos o tres”, e incluso y repetidamente “…Ya bastante negocio está haciendo la Seguridad Social conmigo”. Seguro que ignoran que sus aportaciones como cotizantes, de ninguna manera soportan la cobertura que el sistema les brinda; que lo que cotizan va dirigido a cubrir no sólo la atención sanitaria y las ayudas económicas con ella relacionadas, sino, además, otras contingencias como su posible futura prestación de desempleo, de jubilación, de invalidez, o las de orfandad, viudedad, etcétera, y, además, que por cada euro que, ellos pagan sus empresas deben abonar en torno a cinco o más. 

Parecen éstos considerar, que esos derechos a la atención sanitaria y a esa ayuda económica compensatoria por salario dejado de percibir, son privilegios en régimen de propiedad, entendida, por tanto, no sólo como un derecho al uso, sino incluso al abuso, como una prebenda absoluta y disponible en todo momento no sujeta ni condicionada por ninguna norma ni por otra circunstancia que no sea su propia voluntad como “propietario” de ese derecho. 

Integran este grupo: 
  • Por un lado, falsos enfermos que, alegando conscientemente una dolencia inexistente, acuden a los servicios médicos a “pedir la baja”, porque desean dedicar el tiempo de trabajo a otras tareas (descanso, otros trabajos adicionales, chapuzas, compras, ocio…), porque les disgusta el trabajo que realizan, porque no se llevan bien con alguno de sus compañeros o con su jefe, por pura vagancia o, incluso, en algunos casos, por connivencia con el empresario; eso sí, percibiendo, la prestación económica de enfermedad. 
  • Y por otro, dilatadores maliciosos que, habiendo estado realmente enfermos y una vez nuevamente sanos, prolongan la duración de las bajas, aduciendo dolores u otras circunstancias inexistentes, por inapetencia, desidia, porque son adictos al retraso o por razones similares a las enumeradas en el apartado anterior. 
Obviamente también es común a la gran mayoría de los “falsos enfermos” esta voluntad y capacidad dilatoria. 

Sin duda, cobrar la prestación de enfermedad la Seguridad Social sin trabajar es ya, de por sí, una auténtica tentación, que aumenta enormemente cuando la propia empresa, de motu propio o como resultado de una negociación individual o colectiva, asume complementar dicha prestación, incluso, hasta llegar a elevar la percepción del trabajador al 100% de su salario habitual, igualando al de los que, en su misma posición, continúan trabajando. Una medida que ayuda sensiblemente a los que verdaderamente están aquejados de una enfermedad, pero que en otras muchas ocasiones son refugio de vagos y tramposos, hasta el punto de que el empresario tiende a intentar limitarla o incluso anularla. 

En cualquier caso, no alcanzan ellos sus metas por sí solos, porque para dejar de acudir al trabajo, mantener a la empresa cotizando en su presunta dolencia y percibir el complemento, al tiempo que cobran la prestación económica de incapacidad temporal, precisan, de sus médicos, la certificación de que no están en condiciones de trabajar. Y, aunque asumo que estos facultativos serán profesionales y leales a su responsabilidad como doctores al diagnosticar enfermedades y recetar remedios, me temo que no todos, entienden y asumen debidamente su responsabilidad como gestores que deben determinar si los trabajadores que acuden como pacientes son aptos o no para seguir trabajando. Probablemente, muchos de ellos (de los doctores) no son conscientes del daño que generan con algunas de sus decisiones, basadas, más que en la apreciación de un padecimiento o una dolencia, en una excesiva generosidad que no afecta a su propio patrimonio, sino al del Estado y al de la propia empresa. 

A título de ejemplo y en esta línea, recuerdo, haber sido testigo presencial de cómo un médico, sin la menor preocupación por mi presencia, daba de baja a un trabajador, a su solicitud, porque no había podido terminar de recoger su cosecha de papas. Eso sí, el doctor le recriminaba cariñosamente que todos los años le viniera ocurriendo lo mismo. Sin duda, actuaba de buena fe; pensaba que era lícito actuar así. 

Es verdad que el tiempo que el médico puede dedicar a sus pacientes suele ser muy limitado y, consecuentemente, también lo es el grado de conocimiento que de cada uno de ellos puede alcanzar. Pero, ¿qué ocurre si un trabajador acude lamentándose de la dificultad que tiene para realizar su cometido, de lo injustos que son con él, de que no lo dejan ni respirar, de lo explotado que se considera, de lo angustiado que se siente porque le exigen más que a nadie, de que necesita cuidar a un familiar…?. Pues, que en una buena parte de los casos, el médico muerde el anzuelo, da credibilidad a todo lo que le cuentan, sale a flote su paternalismo aderezado con una enorme dosis de inocencia y, con ella, emerge una nueva baja médica. 

En otros casos, igualmente de dañino, aunque mucho menos altruista, lo que mueve a la irresponsabilidad del médico-gestor es el deseo de simplificar su trabajo y evitarse problemas: “Si me pide la baja y no se la doy, me denuncia ante la Inspección, el inspector me pide un informe y yo no tengo ni tiempo ni ganas de estar haciendo informes”. Ésta fue la respuesta que, en cierta ocasión, me dio un renombrado médico conocido mío, cuando discutíamos sobre este tema. 

Completan este grupo los que, tal vez, por relaciones personales con el paciente (sociales, familiares o profesionales) o a saber por qué otras extrañas circunstancias, defienden a capa y espada su decisión de mantener innecesariamente al trabajador en situación de incapacidad temporal. Así, cuando, tiempo atrás, en los partes de baja se consignaba el diagnóstico, recuerdo el caso de una trabajadora, de las de 5 ó 6 diferentes enfermedades cada año, aquejada en aquella ocasión de “Diarreas”. A la vista de que no se incorporaba tras casi tres meses de baja con el mismo diagnóstico (milagrosamente, no había llegado a deshidratarse), pedimos cita con la Inspección Médica que, tras comprobar los datos, ordenó su alta. Era viernes, cuando la recibimos. El lunes siguiente no acudió al trabajo y el martes recibimos una nueva baja de la misma trabajadora con fecha del día anterior y diagnóstico “Ojos rojos”. Un mes más continuó de baja hasta que conseguimos una nueva cita con el Inspector. 

Un tercer grupo lo integran, como adelantábamos antes, ciertos “empresarios oportunistas” al frente de pequeñas organizaciones, que, para rebajar sus costos, pactan una baja con el trabajador (que la consigue con escasa dificultad) de modo que continúa éste último trabajando y percibiendo, igual o superior salario, sufragado ahora parcialmente por la Seguridad Social. 

A ellos, se suman los que no dan de alta a sus empleados o cotizan de manera fraudulenta, mermando los ingresos del Sistema y, paralelamente, provocando al trabajador una notable reducción, o incluso la privación de la prestación económica, en caso de sucederse una verdadera enfermedad o un accidente. 

Son claro objetivo de la Inspección de Trabajo que opera eficientemente en su detección y, de manera contundente, con sustanciosas propuestas de sanción. Lástima que éste u otro organismo de similar calado no preste parecida dedicación y entusiasmo interés ante las irregularidades de los restantes intervinientes. 

Pero, no acaba aquí la cosa: A los trabajadores adictos, falsarios y dilatadores, a los médicos amigos, flojos y complacientes y a los empresarios codiciosos y oportunistas, se suman algunos “magistrados asimétricos” que, afincados en la percepción del empresario como “explotador por naturaleza”, restan importancia y dejan impune comportamientos como los mencionados, considerando improcedentes las medidas disciplinarias que le han sido impuestas por sus empresas. 

Ellos, últimos garantes del sistema, ante la importancia del fraude que se viene sucediendo y consolidando, ayudarían siendo más incisivos, atendiendo más a las pruebas presentadas y ahondando en este tipo de problemas de manera eficiente. 

Y todo ello, teniendo en cuenta que, con la confidencialidad de los diagnósticos (y aún entendiendo que la medida garantiza una sana privacidad), las escasas oportunidades de control de que disponía la empresa, se han reducido notablemente. 

El “in dubio pro operario” es, sin duda, una manera adecuada de defender a la parte más débil de la relación, pero esa supuesta debilidad, en cada vez más ocasiones se da la vuelta, y así nos encontramos, soportadas en ese “in dubio”, múltiples sentencias adversas a las empresas que favorecen a individuos manifiestamente aprovechadores. 

Entre otras, se me viene a la mente dos despidos de trabajadores que sabíamos que estaban falseando la enfermedad y que pudimos grabar, y aportar testimonio de ello en juicio, actuando en sendos espectáculos carnavaleros televisados. Eran habituales de las bajas, clásicos pícaros, problemáticos en sus relaciones con sus compañeros, expertos en escurrir el bulto, pero fracasamos ante la mera declaración de sus médicos (privados, por cierto), de que sus comportamientos no afectaban negativamente a su recuperación, absolutamente opuesta a la de nuestros peritos. 

Otro fue el caso de un jefe de almacén que durante una larga baja por presunta depresión, atendía sin ningún problema una ferretería de su propiedad (mañana y tarde), hecho conocido por toda la plantilla. Demostradas estas circunstancias de manera documental y testifical (a través de un detective que le compró varios artículos en diferentes días), y ante la declaración de su psiquiatra de que aunque las funciones eran parecidas, la presión de trabajo era diferente, una vez más, su despido fue considerado por el magistrado como improcedente. 

Cualquiera que haya trabajado en un Departamento de RRHH es capaz de citar casos similares de auténtico fraude que finalizaron de manera injustamente feliz para los incumplidores, generando una cultura de impunidad que promueve la extensión del fraude. 

¿Nadie ha oído en más de una ocasión aquello de “No hay problema; me cojo una baja” como algo que está ahí y lo tomo cuando quiera: como los “días moscosos” de los funcionarios?. 

Desde hace bastante tiempo resulta mucho más habitual escuchar “Me cogí una baja”, que “estuve enfermo” y, evidentemente, no trasladan exactamente la misma información. Este tipo de expresiones son fiel reflejo de cómo la sociedad va asumiendo estas conductas como normales y esto, sí que resulta verdaderamente preocupante. 

¿Qué nos aconsejarían hacer estos magistrados a los que nos referimos, ante expresiones tan retadoras como “…pues si no me da el permiso voy a tenerme que coger una baja”? 

Desde siempre ir vestido de manera cuidadosa y elegante ha sido lo adecuado y deseable; lo roto, manchado, descosido o descuidado, eran censurables; y así, cuando aparecieron los primeros vaqueros desteñidos con las rodillas desgarradas, el rechazo fue generalizado. Pero los diseñadores, la industria y las revistas especializadas, los convirtieron en moda y, ahora, a fuerza de verlos, hasta buena parte de sus principales detractores tienen ya varios ejemplares que lucen con orgullo. Se ha dado la vuelta a la tortilla y lo antes incorrecto, e incluso grosero es ahora agradable a los ojos de la mayoría. 

Y es que, la insistente repetición de determinadas conductas (como las descritas), va desvaneciendo los conceptos y terminamos por ver normal e incluso positivo lo que siempre ha sido reprochable. ¡Valga que suceda (si no hay otro remedio) con la manera de vestir, pero luchemos porque no se haga extensivo a otros frentes!. Lo peor que nos puede pasar es permitir que se difumine la frontera que nos permite distinguir lo bueno de lo malo, lo que está bien de lo que no lo está. 

Por favor, que nadie interprete esto como un agravio a la clase trabajadora, las esferas médicas, al empresariado, a los órganos de administración de justicia ni a ningún otro colectivo. Por supuesto, que asumo que la inmensa mayoría de los médicos, trabajadores, empresarios, inspectores, gobernantes, jueces y legisladores son responsables, cumplidores conscientes en el ejercicio de sus funciones. Pero, lamentablemente, es un hecho nada cuestionable que hay una importante masa crítica que, consciente o inconscientemente, continúa haciendo verdadero daño al sistema y, por ende, al país.

La gestión de la enfermedad es un gran agujero negro en las cuentas del Estado que deberíamos acometer de manera consecuente, cada uno en su esfera de responsabilidad. El Gobierno también, a pesar de lo impopular que pueda llegar a ser. 

Es obvio que será, probablemente, bastante inocente quedarnos en apelar a la conciencia de quienes actúan de esta forma por puro interés, por comodidad o, incluso, por errónea convicción, pero no perdamos la fe, seguro que de entre ellos hay quienes, contagiados por la forma de actuar de los que les rodean, no han sopesado debidamente las consecuencias de su manera de proceder y están inmersos en un mal sueño del que, tal vez, tengamos el acierto o la suerte de hacerlos despertar. 

No nos paremos ahí; podemos hacer algo más. 

Si, estando frente a ellos, no somos capaces, o no creemos oportuno, afear directamente sus comportamientos, comentándoles que no compartimos esa manera de hacer las cosas, no dejemos de mostrarnos firmes partidarios con todos nuestros interlocutores, y en tantas ocasiones como surja este tema, de lo excesivas, inadecuadas y contraproducentes de estas conductas y de la imperiosa necesidad de reconducirlas. Y, por encima de todo, no los justifiquemos y, mucho menos, les aplaudamos ni les riamos la gracia. No es ingenio, no es simpática picaresca, no es generosidad, no es justicia; es egoísmo, confusión y desatino que pagamos todos, inadecuadamente, con nuestros impuestos, con las demoras en la atención que recibimos, con la merma de calidad de los servicios que precisamos. 

¡Tengamos la integridad, el valor, la perseverancia y la fe para convencerlos! 

¡Está en nuestras manos! 

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