EL IMPACTO DEL EJEMPLO | LORENZO RAMÍREZ | ASESOR RRHH | ALUMNI PADE

Resulta innegable que la conducta de quienes nos rodean, particularmente, la de aquellos que juegan roles más relevantes para nosotros, tienen especial trascendencia en la modelación de la nuestra. 
De todos es sabido que nuestros hijos, que no están hechos exactamente de la misma pasta que nosotros, asumen y reproducen, en buena parte, nuestras creencias, actitudes y comportamientos. 
Es posible que la genética tenga algo que decir al respecto, pero es obvio que, en ningún caso, es ella la única y exclusiva responsable de esta realidad; una realidad que no es esencialmente diferente a la de otros muchos roles ajenos al ámbito familiar que impactan, igualmente, en nuestro modus vivendi. Los unos y los otros, se encuadran en una especie de clan de sembradores, no siempre conscientes de su función, que van dejando caer en su campo de acción, formas, pautas de actuación, conductas, valores… 
Puede ocurrir que algunas de estas simientes muten o, incluso, perezcan durante su período de germinación y crecimiento (porque hay otros muchos factores que intervienen en el proceso) pero lo que es seguro es que, sin intervención divina, de semillas de limones, no nacen fresas. 

Todos tenemos cierta tendencia a reproducir y hacer nuestros, los términos, formas y comportamientos que nos agradan de otros, por interesantes, originales, efectivos o acertados, pero, como decíamos, los contagios no sólo se producen por “apetencia”, sino también por “ascendencia” y tampoco sólo por ascendencia familiar -como lo es la de los padres, abuelos y parientes en general-, sino también formativa -como la de maestros, tutores, entrenadores, mentores…- social -como la de amigos, socios, conocidos, famosos…-, laboral - como la de jefes y directivos-, religiosa, política, filosófica, económica… 

Como decíamos, no cabe duda de que, desde la más tierna infancia, nuestro entorno siempre ha estado pleno de personas que nos influyen y que, en estos tiempos que corren, estamos en riesgo de multiplicar con la proliferación de los famosos “influencers”, generadores de una nueva profesión cuyo objetivo -sin el más mínimo disimulo- es influir en nuestra conducta; pero en esta breve reflexión nos centraremos específicamente en el marco de las relaciones de trabajo. 

Y, también en este ámbito, ocurre que cuando los miembros de un equipo reconocen a su líder como tal, tienden a aceptar sus valores, a seguir su camino y, en buena parte, a reproducir sus formas porque, para ellos, es un importante referente. 

Decía muy acertadamente James C. Hunter -escritor, consultor, coach y abogado americano- en su libro “La Paradoja”, que “La gente se deja convencer más por el líder que por el ideario”, y que, “aceptado el líder, da por bueno cualquiera que sea su ideario”; y así, los miembros del equipo suelen sentir tendencia, no sólo a asumirlo, sino a aplaudirlo e incluso a emularlo. 

Lo curioso es que el padre, el famoso, el jefe, el profesor o el líder generan esta tendencia a la emulación, aun cuando las vivencias con ellos experimentadas no hayan sido siempre especialmente positivas; y esto suele ocurrir cuando, en lugar de los comportamientos en sí, valoramos otras particularidades que asociamos a nuestros interlocutores, como la autoridad, el poder que ejercen, el respeto que generan, la importancia de sus cargos, la capacidad que se les supone, la fuerza que demuestran… y, hábilmente esos comportamientos –a veces indeseables- como intrusos, se hacen hueco entre las grietas y resquicios de nuestros valores. 

¿Cuántos hijos maltratados se habrán tornado en padres y madres manifiesta y brutalmente maltratadores? ¡Cuántos Hitler no biológicos habrá engendrado el terrorífico dictador alemán! Obviamente, no todos los receptores tienen tantas grietas, tan pocos filtros o tan escasos cuestionamientos. Muchos son los que encajan -en mayor o menor grado- las conductas que perciben de sus líderes, pero les asignan el valor que cada una de ellas les merecen y, consecuentemente, evitan reproducir las que consideran más inadecuadas. Sin duda, son gente con menor sensibilidad al contagio y mayor criterio. 

Lamentablemente, otros son capaces de encajar las exigencias, excesos y malas formas de sus superiores jerárquicos, aun valorándolos de manera negativa, pero luego, curiosamente, tienden a reproducirlos en las relaciones con sus subordinados, lo que trae a la memoria una estrofa del genial Buenaventura Luna, poeta, periodista y político argentino de la primera mitad del pasado siglo, que en sus “Sentencias del Tata Viejo” decía: 

“El abusarse del débil
 nunca es prueba de valor. 
La medida del rigor 
con que al flojo lo tratamos
 es la misma en que aflojamos
 ante una fuerza mayor” 

Es cierto que el propio clima de la empresa condiciona las actitudes de sus integrantes (líderes y liderados), pero no lo es menos que los primeros son, en una parte muy importante, los generadores de ese clima. 

¡Precaución!, entonces, porque nuestras formas erróneas de gestionar, nuestras ligerezas, nuestros vicios, pueden verse reproducidos en los miembros de nuestros equipos y, en general, en aquellos que dependen de nosotros en algún plano, nos consideran o nos admiran. 

Hablamos de “dirigir dando ejemplo” cuando definimos el estilo de liderazgo imitativo, pero lo cierto es que el pack del liderazgo, cualquiera que sea el estilo dominante, viene, de serie, con esta insalvable característica, permanentemente operativa. De hecho, es el único estilo que funciona en paralelo cuando ponemos en práctica cualquier otro, (participativo, orientativo, afiliativo, coercitivo…), porque, además de la información que cada uno de ellos transmite, parece tender a hacer llegar a los miembros del equipo el mensaje de que la conducta del líder es la necesaria, la que lo ha llevado a la jefatura, al éxito, la que la empresa predica, espera o requiere. 

Por ello, una de las características absolutamente imprescindibles en un buen líder es demostrar un importante grado de congruencia en su manera de gestionar, de modo que lo predicado y lo actuado obedezcan a la misma filosofía, a los mismos criterios. 

Hay personas relevantes dentro de las organizaciones que hacen del horario de trabajo una manifestación de poder, de status, de modo que llegan considerablemente después de que todos los miembros de su equipo hayan iniciado su jornada y se retiran antes. 
Como criterio general, ¡craso error! 
Es obvio que hay veces que las responsabilidades que se derivan del ejercicio de una determinada posición requieren horarios diferentes, pero deberíamos procurar que eso no nos impidiera trabajar, cuando menos, el mismo número de horas y, a ser posible, iniciar la jornada antes y terminarla después. No se trata de un brindis al presencialismo, no es limitarse a estar presente, es dar ejemplo de responsabilidad y de dedicación. 

Del mismo modo, y salvo que sea imprescindible para el ejercicio de nuestro puesto, mejor no leer la prensa dentro de la jornada, ser prudentes con lo que consumimos en las comidas de trabajo, mostrarnos comedidos en nuestras manifestaciones, cumplir aquello a lo que nos hayamos comprometido (evitar las excusas, los “es que...”), actuar en todo momento de manera positiva, ética y responsable. 
Reza el refrán: “Si el prior juega a naipes, ¿qué harán los frailes?” 

El esfuerzo, el compromiso y la capacidad de trabajo son valores que no pierden entidad en las posiciones de mando; la incrementan. Cuidado con sembrar, en su sustitución, la idea de que el ascenso, las posiciones más altas, los títulos o el incremento de responsabilidad conllevan el relax, la comodidad y la buena vida. 

Decía Einstein que “El dar ejemplo no es la mejor manera de influir en los demás; es la única” 

Por todo ello, debiéramos procurar escuchar si pretendemos que los miembros de nuestro equipo se orienten a la escucha, ser flexibles si queremos que ellos lo sean; demostrar nuestro sólido entusiasmo si deseamos contagiar pasión, mostrarnos especialmente implicados si buscamos lograr un equipo de gente comprometida, mantenernos firmes si no queremos a frágiles e indecisos… 

Sin ninguna duda, las acciones no pasan desapercibidas y marcan mucho más que las palabras. Hay un proverbio suizo que dice: 

“Las palabras son enanos; los ejemplos son gigantes”. 

Todos somos jefes de unos y subordinados de otros, al igual que padres e hijos, maestros y alumnos, admiradores y admirados. ¿Qué mejor que cuidarnos de asegurar ejemplos positivos y coherentes en nuestros roles de sujetos agentes, y de filtrar y no reproducir las negativas en nuestros roles pacientes?. 

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