DISCUTIENDO | LORENZO RAMÍREZ | ASESOR RH | ALUMNI PADE

 Verdaderamente rara es la ocasión en la que el reconocimiento del error no es la mejor solución para una discusión durante la cual advertimos que estamos defendiendo una posición desacertada.

En esas circunstancias, seguir obcecado en la defensa, lejos de favorecer la credibilidad, el honor y el respeto, mueve a nuestro interlocutor a encasillarnos como soberbios, faltos de equilibrio y malos perdedores.

Por el contrario, un reconocimiento bien formulado puede favorecer la imagen de mesura, equilibrio, serenidad, aplomo e incluso de elegancia, que generamos en los demás.

“Me temo que, en contra de lo que he venido defendiendo, quizás con demasiada vehemencia, la razón va a estar más de su parte que de la mía.” “La verdad es que, sin estar totalmente de acuerdo con tu posición, sí que debo admitir lo acertado de algunos de los argumentos por Vd. expuestos.” “…Pues, sí, Miguel; creo que, a pesar de lo convencido que he estado hasta el momento, al final, vas a tener razón en lo que dices.” “¿Sabes?, creo que ese último comentario tuyo de que… sí que va a inclinar definitivamente la balanza a tu favor.” “Creo que, finalmente, tus argumentos han logrado convencerme”. 

¿Somos capaces en algún momento de una discusión de decir, digna, reflexiva y convincentemente, algo parecido a esto?. Tal vez, sería bueno tenerlo ensayado para disponer de él como herramienta a usar en caso de necesidad.

Pero, incluso asumiendo que tengamos esta capacidad, no tiene sentido poner palos en nuestras propias ruedas, y aún consciente de que no digo nada especialmente novedoso, no me resisto a subrayar lo aconsejable que resulta procurar huir de la excesiva firmeza en nuestras manifestaciones, por seguros que creamos estar de ellas.

Es obvio que las discusiones suelen producirse, porque las partes que en ellas intervienen están absolutamente convencidas de que les asiste la razón, e incluso toda la razón, por lo que pudiera parecer lógico que ante dicha convicción hagamos una defensa de intensidad creciente ante lo que asumimos como torpeza de los oponentes, incapaces de comprender los argumentos aportados o, lo que es tal vez peor, ante la evidente tozudez de éstos, decididamente cerrados a tamañas evidencias como las que aportamos.

Sin el menor género de dudas, la seguridad en uno mismo, la autoconfianza es una capacidad que aporta innegable valor, pero, como casi todo en la vida, los excesos pueden ponernos en serias dificultades. Junto a ellas, y como elemento regulador, como medida de control, deberíamos mantener activo y hacer buen uso del “cuestionamiento”, que supone poner en tela de juicio los hechos sobre los que nos apoyamos, preguntándonos si estamos absolutamente seguros de ellos, si necesariamente llevan a nuestra conclusión y no a otra, si podría darse una interpretación alternativa más ajustada o correcta, si no estaremos equivocados,...

¡Qué sobrado y categórico suena ese “¡Lo que yo te diga!” que a veces se escucha en algunas conversaciones para reforzar sin mayor argumento la validez de lo que se sostiene!.

Muy probablemente, si parásemos por un momento una discusión y le preguntáramos, en un aparte, a cada uno de los contendientes qué es lo que está ocurriendo, ambos contestarían que el problema es que su interlocutor ni les escucha, ni atiende a razones.

Pero es que si la discusión sigue el camino de la “emoción descontrolada” no tardará en llegar al nivel en el que lo trascendente no es ya el objeto inicial de la controversia, sino la convicción de que se está poniendo en duda el criterio personal, la credibilidad y el respeto, y eso resulta aún mucho más difícil de encajar. El cuerpo reacciona: aumenta la adrenalina y con ella, el ritmo cardiaco, la presión sanguínea y la oxigenación, al tiempo que se producen otro sinfín de reacciones químicas dirigidas a mejorar nuestra disposición para afrontar el conflicto, que es en lo que se ha convertido ya la situación.

No cabe la menor duda de que es ésta una situación que hay que eludir procurando detener este desarrollo que, evidentemente, no va a conducir a nada bueno y evitando alcanzar posiciones inamovibles que, dificultan enormemente la marcha atrás, …y hacerlo cuanto antes, porque, si es difícil “bajarse del burro” mientras camina, más complicado es decidirse a hacerlo cuando trota y aún más apurado y embarazoso cuando galopa.

Lo prudente es mantener siempre activada una alarma interna para detectar la proximidad de ese punto de “apurado retorno” y auto-inyectarnos, cuando se active, una dosis de “serenidad intravenosa”. Llenar los pulmones de aire, mientras habla nuestro interlocutor, e irlo liberando muy despacio, puede ser una buena medida, como también puede serlo dejar unos segundos de silencio tras su intervención.

Pongámonos en situación:

¿Cómo nos sentiríamos si en el transcurso de una acalorada discusión, cuando estamos esperando la intervención de nuestro interlocutor, éste se toma un breve respiro y nos dice pausadamente

“A ver si lo entiendo bien; lo que tú sostienes es que…”, o nos pide que resumamos nuestra posición y nos escucha atentamente y sin interrumpirnos; algo así como: “Me temo que no he sabido explicarme debidamente. ¿Te parece que hagamos un resumen de los puntos más importantes de nuestras posiciones. . ¿Tomas tú la iniciativa o prefieres que lo haga yo?”). 

¿Qué ha ocurrido?, ¿qué parece haber logrado con este movimiento?. Posiblemente,… -

  • Ralentizar la intensidad y el ritmo, hasta entonces, peligrosamente crecientes de la conversación.
  • Dar a entender que, al menos ahora, sí que nos está escuchando y que parece querer comprender nuestra posición.
  • Transmitir una sensación de racionalidad que puede influir positivamente en nosotros.
  • Facilitar deshacer cualquier mala interpretación que se haya podido producir por cualquiera de las dos partes.
  • Tomar el control de la situación, y hacerlo de una manera más racional y menos apasionada.

Y, si esto es así, ¿por qué vamos a permitir que sea él quien haga el movimiento y no le tomamos nosotros la delantera asumiendo ese rol?

Como es sabido, el camino posterior para reducir la distancia entre las posiciones y serenar aún más los ánimos, pasaría por intentar detectar posibles coincidencias entre ambos criterios y ponerlas en común

“En lo que sí que parece que estamos de acuerdo es en que …”. “Lo que sí está claro es que, cuando menos, coincidimos en …”

Luego, y en aras de procurar un acuerdo, podríamos intentar aproximar los puntos de desencuentro que restan (ceder para que también ceda) y relativizar su importancia en la medida de lo posible.

Con ello, habríamos logrado moderarnos, escuchar con mayor atención, analizar más sosegadamente las razones de la otra parte y la medida en que pudieran ser consideradas como variantes de nuestra tesis; una fase, que merecería mucho mayor detenimiento y dedicación. …

Y todo lo anterior, manteniéndonos en la convicción de que nuestra posición es la acertada o, al menos, la más conveniente, la de mayor validez.

Pero, ¿y si durante la discusión nos percatamos de que estamos en un error, de que nuestros argumentos no se sostienen?, tal vez porque las premisas que manejábamos no eran tan veraces como pensábamos, porque no tuvimos en cuenta algunas circunstancias, porque las valoramos incorrectamente, o por cualesquiera otras causas.

Es obvio que cuanto más drásticos hayamos sido defendiendo posiciones que resulten finalmente erróneas, más difícil será luego reconducirlas y salir dignamente de ellas. Se trata de evitar palabras, expresiones, gestos y tonos que cierran las puertas tan sólidamente, que impiden la salida y que, en el mejor de los casos, nos requieren gran esfuerzo y mucho daño para derribarlas.

Una discusión airada es como un globo rojo que se va haciendo más voluminoso y más llamativo en la medida en la que más contundentes y virulentas vayan siendo las intervenciones de los interlocutores. 

Si en algún momento, como decíamos, nos percatamos de que no nos asiste la razón, ¿qué hacemos con el globo?, ¿dónde lo metemos?, ¿dónde nos escondemos nosotros?, ¿cómo salimos del apuro?.

¡Qué pequeñito se siente uno!, ¿verdad?; ¡qué ganas de escondernos!, aunque sea tras ese enorme y vergonzoso globo rojo.

Si se diera esta situación, si en algún momento empezáramos a atisbar una seria probabilidad de error en nuestro planteamiento, lo adecuado sería empezar a relativizarlo buscando una salida apropiada, entre otras razones, para salvaguardar, en la medida de lo posible, nuestra dignidad y nuestro orgullo que, de no hacerlo, saldrían probablemente bastante más perjudicados.

Algunas expresiones como las apuntadas al inicio de esta breve reflexión, o como las que siguen a continuación, podrían facilitar esa labor:

”La verdad es que hubiera asegurado que …, pero tal vez…” “En lo que sí parece que llevas razón es en que…” “Por lo que estoy viendo quizás no llegué yo a entender correctamente…” “A la vista de tus comentarios, antes de seguir adelante, quizás debiera yo volver a comprobar si los hechos realmente ocurrieron tal como me los han descrito” “Visto de ese modo, sí que parece que pudieras estar en lo cierto, pero déjame un tiempo para sopesar bien tus argumentos”

En resumen, podemos y debemos defender nuestro criterio con convicción e incluso con entusiasmo pero, recomendablemente, cuidándonos de evitar la excesiva vehemencia.

Cuando accedemos a una aeronave, a un barco, a un cine o a cualquier local cerrado, la prudencia aconseja tener localizadas las salidas de emergencia, por si en algún momento fuera necesario utilizarlas. Literalmente lo mismo aplica en una discusión.

Pensar desde el principio, por convencidos que estemos, que siempre existe la posibilidad del error, ayudará a controlar más la contundencia de nuestras manifestaciones (no bloqueando así las posibles salidas de emergencia en caso de necesaria retirada) y a estar más abiertos a escuchar y sopesar los argumentos de contrario.

No todas las discusiones terminan en acuerdo pero lo que sí resulta evidente es que debemos evitar que terminen en agravio. 

P.D.: Por supuesto, en esta breve reflexión me he centrado en las discusiones “de buena fe”, dejando fuera, por tanto, los debates a los que tan acostumbrados nos tienen algunos personajes públicos (muchos), en los que la discusión suele tener por principal objeto generar ante terceros una imagen marcadamente negativa del rival y en las que resulta inadmisible conceder la razón al interlocutor en ningún momento, aún en la absoluta certeza de que la tenga. Para ellos rigen otras reglas, porque carecen de sentido del ridículo o porque el deseo de sobresalir por encima de todo o hacer daño al adversario es tal, que lo supera.

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