SABER PERDER-SABER GANAR | LORENZO RAMÍREZ | ASESOR RRHH | ALUMNI PADE

Empujar cuando se pierde 
- Integrar cuando se gana.

Si hay algo que hacemos en nuestra vida casi con la misma frecuencia que respirar es “decidir”, hacer o dejar de hacer, operar de una manera o hacerlo de otras muchas, ahora o más tarde…; un proceso que, en esencia, consiste en analizar la situación, idear alternativas para afrontarla, optar por la que consideremos más adecuada y llevarla a la práctica.

Aun cuando, ante las circunstancias más repetitivas, tendemos a automatizar esta secuencia, se trata de un proceso ciertamente complejo. Pero, sin duda, el nivel de complicación se dispara cuando pasa de ser individual a colectivo, cuando son dos, tres o más personas las que tienen que intervenir activamente en él para consensuar el análisis y el tratamiento a aplicar (algunos de los formulados en su pureza, un mix de todos o de varios, o terceros emergentes).

Cada uno de los intervinientes, suele estar inicialmente convencido de que su propuesta de solución es acertada -incluso, probablemente, “la más acertada”- y se esforzará en persuadir a los restantes con sus argumentos y habilidades, pero, por si fuera poca la dificultad de la que hablábamos, la situación se enmaraña aún más cuando, casi inevitablemente, hacen acto de presencia los egos que nos tientan a perseguir intereses propios -no siempre coincidentes con los colectivos- y nos llaman a destacar, procurando que seamos vistos como más capaces, más inteligentes, más analíticos, más influyentes que el resto …

Es obvio, que no siempre saldrá triunfante la mejor idea, y, probablemente, sí la del que la formula de manera más adecuada, la del más insistente, la del que cuenta con mayor número de adeptos, la del más enérgico… pero, de un modo u otro, no siempre convencerá a todos, de manera que unos se sentirán triunfantes, tal vez otros consentidores más o menos indiferentes y hasta unos últimos impotentes, heridos e incluso frustrados.

Y esto ocurre en cada uno de los planos en los que interconectamos y, entre ellos, por supuesto, en el de las relaciones entre los miembros de los equipos de trabajo.

Inspirado por Ethelbert Talbot, Pierre de Coubertin, pedagogo e historiador francés del siglo XIX y fundador de los Juegos Olímpicos modernos, decía que lo importante en la vida, no es el triunfo sino la lucha, que lo principal no es vencer, sino participar.

Pero, no nos engañemos: es verdad que competir es muy loable, porque hay que trabajar mucho para llegar a la línea de salida, pero sin duda, alcanzar la de llegada, es mucho más apetecible y meritorio, y hacerlo en primera posición, ganar, aun sustancialmente mejor. 

Porque, incluso alcanzando el objetivo perseguido por el equipo, resolviendo el problema al que se enfrenta, habrá, como decíamos, quienes se sientan inevitablemente frustrados por el fracaso de su propuesta y, sobre todo, por la presunta merma de su imagen, algo que, obviamente, no es bueno para el que lo sufre, pero, ciertamente, tampoco para los que lo rodean.

Y ocurre que, una probable tendencia de la parte vencida (que no digo que sea la lógica, pero sí que relativamente frecuente) es que consciente o inconscientemente, dirija ahora sus esfuerzos a demostrar que la solución adoptada no es buena, o, cuando menos, que la suya era claramente mejor.

De darse esta reacción, no sólo se reducen las fuerzas con las que el equipo cuenta para empujar el proyecto en la dirección definida, sino que comienzan a emerger obstáculos que ralentizan su consecución, o incluso lo paralizan.

Es evidente que, en modo alguno es admisible este tipo de reacciones obstructivas que, además de poner en peligro el proyecto, pueden derivar en un serio conflicto e, incluso, conducir a la exclusión definitiva de un elemento que, hasta entonces, era valioso para el equipo.

¡Cuántas veces oímos decir a nuestros padres aquello de que “hay que saber perder”!.

Era un mensaje para evitar reacciones inapropiadas, para que lo escuchara nuestra soberbia y encendiera nuestra capacidad de encajar la derrota. En el fondo, un puro ejercicio de autocontrol, un “¡aprieta los dientes y aguanta!”.

Pero, una vez alcanzada esta capacidad de sufrimiento y resignación, deberíamos avanzar un paso más: habría que tratar de sacar provecho a nuestro momento de debilidad y convertirlo en oportunidad de crecimiento; y no hablamos sólo de convicción de crecimiento interno, sino también del incremento de la consideración que despertamos en los demás y en el progreso en nuestra capacidad de influencia.

¿En estas circunstancias, seríamos capaces de comprometernos formal y expresamente, ante todos, con lo decidido y hacerlo de manera enfática y convincente?. Algo así como “Bueno, no es la solución que yo hubiera elegido, pero, decidido el camino, nos toca a todos tirar del carro, de modo que, no es que lo vayamos a coser es que lo vamos a bordar”.

Es demostrar la capacidad y el arrojo de cambiar radicalmente el rol, pasando de serio opositor a verdadero impulsor y, todo ello, manteniendo la dignidad en lo más alto. Se trata de un ejercicio de auténtica flexibilidad y colosal compromiso que, sin duda, dejará marcada huella entre lo que nos rodean.

Por supuesto, no acaba todo en una mera declaración; hay que acompañarla luego de hechos que confirmen sin ningún género de dudas, que aplicamos toda nuestra voluntad, empeño y buen hacer en esa línea de actuación (“Obras son amores, que no buenas razones”).

Incluso, tras un período prudencial, podríamos presentar al propietario intelectual de la solución triunfante y al equipo, alguna iniciativa que se nos pueda ocurrir, preferentemente en la misma línea de la solución victoriosa, que la potencie y la haga aún más exitosa.

Si somos capaces de realizar un ejercicio de humildad y compromiso de este calibre, no sólo colaboraremos positivamente en el resultado, sino que, lejos de empeorar, mejoraremos sensiblemente nuestra imagen ante todos, y de ser considerados opositores a los que hay que mantener vigilados, pasaremos a ver incrementado, en mucho, el nivel de confianza en nosotros y especialmente valorado nuestro nivel de compromiso.

Si cotizásemos en Bolsa, disfrutaríamos de un auténtico y exitoso “Rebote técnico”.

Pero, ciertamente, puede ser que, a pesar de la voluntad, la dedicación y el buen hacer de todos (incluido el nuestro), por los motivos que sea, el equipo no alcance el objetivo deseado con la solución definida .

Si se diera esta situación y para no tirar por tierra todo lo conseguido con nuestra actitud firmemente colaboradora y comprometida, tendríamos que superar la más difícil de todas las pruebas; tendríamos que resistirnos, con todas nuestras fuerzas, a la mayor y más tentadora de las tentaciones; tendríamos que renunciar al inmenso placer de decir
“…¡Se los diiiiiije!...”.
Si somos capaces de hacerlo, no cabrá la menor duda de que nos mereceremos el Doctorado en Autocontrol.

Cambiemos ahora de tercio y asumamos, por un momento, que la situación es justamente la contraria y que nuestro acierto, habilidad, conocimiento, esfuerzo, suerte, o todos ellos juntos, nos han brindado la victoria.

¿Estamos seguros de saber gestionarla adecuadamente de modo que sea todo lo productiva que puede ser y que evite o reduzca al máximo efectos secundarios indeseados?

Séneca decía que “Un hombre inteligente se repone pronto de una derrota, pero que un hombre mediocre, jamás se repone de una victoria”.

Comentábamos antes el importante número de ocasiones en las que oímos decir a nuestros mayores “Hay que saber perder”, intentado corregir nuestra respuesta al fracaso, y seguro que no me equivoco si digo que fueron sustancialmente más numerosas que las veces que les oímos “Hay que saber ganar”; posiblemente, porque, como vencer es tan grato, parece que no es preciso aprenderlo o que se aprende sólo. Pero no es verdad.

Hay quienes piensan que el éxito en la vida es proporcional al número de rivales a los que han superado. Como los pilotos de los cazas en las guerras mundiales, que grababan en el fuselaje de sus aviones los enemigos derribados, algunos van luciendo, como un auténtico valor, con cuántos y a quiénes se han enfrentado y vencido. Sin duda, vivirán una vida abundante en adrenalina, pero no son conscientes de que no será el modo más apropiado, ni el más eficiente, de relacionarse con los demás.

Uno de los escasos recuerdos que conservo de mi limitada instrucción castrense, es que la última fase de la contienda, tras la victoria, es la “Explotación del Éxito”, que consiste en perseguir, capturar y destruir al enemigo desmoralizado y ocupar posiciones de valor. Puede ser que sea una estrategia apropiada en determinadas contiendas bélicas, pero, lo que es seguro es que no es la más adecuada para aplicar en nuestro día a día

Los discrepantes no tienen por qué ser nuestros enemigos.
Es evidente que, en nuestra vida, vamos a tener muchos rivales, oponentes, adversarios, personas que piensan distinto a nosotros y que persiguen objetivos diferentes, e incluso contrarios a nuestros intereses, pero no necesariamente, por ello, las hace nuestros enemigos y no parece especialmente inteligente facilitar esta metamorfosis.

Aquí van seis iniciativas para evitarla:
- Pensemos que para tener un amigo colaborador se requiere la voluntad de ambas partes, pero para tener un enemigo basta sólo con una: la suya.
Si somos mínimamente sensatos, poca voluntad vamos a tener de incrementar nuestro inventario de enemigos. Hagamos lo posible entonces por evitar encender su interés de enrolarse como tales.

-  Escuchemos a nuestro opositor atentamente y procuremos ser y mostrarnos empáticos, analizando tanto nuestra propuesta como la suya desde su óptica y, también, obviamente, desde la nuestra. Quizás lleve razón y nos convenza, total o parcialmente, sus argumentos.

-  Cuidemos nuestra impulsividad y nuestra vehemencia, evitando mostrarnos especialmente hirientes con palabras y acciones, que pueda considerar descalificativas, despreciativas o humillantes, porque las acciones hirientes tienen vocación de permanencia en la memoria de sus destinatarios.

-    Procuremos relativizar sus argumentos, en lugar de destruirlos: (“No digo que nunca, pero tampoco creo que siempre sea así como dices…”, “Conozco a alguien al que le ha ocurrido justamente lo contrario”, “Yo no estaría tan seguro de que esa medida conduzca a los resultados que comentas”…)

-  Esforcémonos en convencerlos de la proximidad de ambos planteamientos y de la oportunidad que nos brinda la situación de acercar aún más las posiciones. Para ello, analicemos antes en qué puntos podríamos ceder sin poner en peligro nuestro planteamiento. Difícilmente podremos convencer a nadie del valor de la flexibilidad si no nos mostramos flexibles.

-    Logrado el éxito de nuestro planteamiento, invirtamos tiempo y esfuerzo en tender puentes para facilitar, a los defensores de la alternativa desechada, una incorporación digna y productiva, buscando, por ejemplo, en ella puntos que se puedan incorporar, comprometiéndonos a modificaciones si parecieran aconsejables en el camino, otorgando un papel relevante a su principal defensor, reconociendo su valor, mérito o esfuerzo, etc.

Una vez más, “Obras son amores, que no buenas razones”. ¡Hagámoslo!. No emulemos a esos políticos, maestros de los “sinpas emocionales”, que se limitan -eso sí, con palabras grandilocuentes- a prometer representar y defender los intereses de todos -propios y ajenos- y a practicar, posteriormente, los “si-te-he-visto-no-me-acuerdo”, especialmente con los ajenos, pero también con los propios.

Teniendo presentes estas seis reflexiones, probablemente no sólo logremos reforzar la solidez del proyecto e incrementar las posibilidades de mejorar la consecución de sus objetivos, sino, tal vez, reconvertir a un siempre potencialmente peligroso enemigo en un adepto, e incluso en un firme e importante colaborador.

Lo mismo que hay un punto de inflexión en el que el placer comienza a tornarse en dolor, también el éxito puede empezar a teñirse de fracaso, muy especialmente cuando trabajamos en vencer a nuestros rivales a cualquier precio y explotar el éxito obtenido sin considerarlos de manera adecuada.

No empujar en la dirección decidida, aun no siendo compartida, es un lujo que no nos podemos permitir; no esforzarnos en evitar que nuestro opositor se convierta en nuestro enemigo y en incorporarlo al proyecto, tampoco.

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